La técnica y la Ingeniería han creado el mundo artificial, compuesto por algo ajeno, añadido y super- puesto al mundo natural, produciendo así el mundo poblado de artificios, hecho por y para el hombre, en el que hoy se desenvuelve la mayor parte de nuestra vida de forma más amable, placentera y longeva, en comparación con la vida salvaje en la naturaleza agreste. Nada es más natural para el hombre que intervenir en el mundo natural para reconducirlo en su propio beneficio, mediante el ingenio y las habilidades que definen la técnica en general, y en particular la Ingeniería.
Esas facultades son las que nos están permitiendo someter a la naturaleza y dominar el planeta, al me- nos en parte, pese a los problemas y disfunciones que ello conlleva. Somos artificiales por naturaleza. Para nosotros los humanos, hacer técnica, crear lo artificial, es tan natural como pueda serlo para los predadores cazar y sacrificar a sus presas. En este sentido, se dice que la técnica es inherente al ser humano.
Sin embargo, la Ingeniería, que es la forma superior de la técnica, pese a haber contribuido decisiva- mente a erigir el mundo artificial en el que vivimos, no ha obtenido el reconocimiento que merece en los medios intelectuales, aunque sí lo haya hecho en los ambientes económico y empresarial. La Ingeniería no se ha visto suficientemente acompañada con reflexiones que defiendan su identidad y especificidad, y el papel capital que ha jugado en la historia de la humanidad. Con demasiada frecuencia la vemos considerada como subproducto de la ciencia, como simple ciencia aplicada, asignándole un carácter intelectualmente secundario y negándole su propia autonomía entre los dominios de la creación humana. No faltan quienes dicen que la Ingeniería no hace sino ir a la zaga de los descubrimientos científicos. Por eso procede dedicarle algún espacio aquí a esta cuestión, con motivo del centenario de la Asociación de Ingenieros Industriales de Andalucía.
La Ingeniería, pese a haber contribuido a erigir el mundo artificial, no ha obtenido el reconocimiento que merece
Además, por nuestra parte, los ingenieros hemos respondido al desdén del mundo intelectual, olvidando que en ese mundo se forjan los conceptos con los que se construye nuestra imagen en la sociedad. Suele costarnos asumir que se nos ve y enjuicia con criterios formados en ese mundo intelectual al que solemos desdeñar. En general, ni nosotros nos ocupamos de sus cosas ni ellos de las nuestras. Nos hemos dedicado a nuestros asuntos, encerrados en una especie de burbuja, desechando parte de lo que se cocía a nuestro alrededor y que nos podía afectar decisivamente. No podemos limitarnos a saber cómo hacer las cosas que nos incumben en nuestro ámbito profesional, sino que también nos compete la madurez moral para asumir qué debemos hacer y qué no. Sin una motivación moral que nos confiera conformidad con lo que estamos haciendo, la Ingeniería no puede resultar satisfactoria, al menos a un nivel personal.
El género Homo y la técnica
Es sabido que el ser humano aparece hace unos, más o menos, dos millones de años como resulta- do de la evolución de los simios superiores. Irrumpen dotados de un cerebro que les permitió disponer (suponemos) de un rudimentario pensamiento consciente y, por ello, desarrollar unas facultades mentales de una intensidad desconocida en el res- to de los animales. Esas facultades les capacitaron para explorar el mundo natural buscando obtener en ese mundo aquello de lo que pudieran obtener alguna utilidad. Ello ha hecho del ser humano una especie diferente a todo lo que había poblado la Tierra hasta entonces. Con ayuda de esas facultades lograron algo insólito en el mundo animal: no solo trataron de adaptarse al mundo natural que les rodeaba, sino que lo transformaron de forma progresiva para hacer de él un hábitat más hospitalario.
Los artefactos producidos por la técnica son pruebas fehacientes de nuestro poder de inteligencia
Para extraer lo que de útil se pueda obtener de la naturaleza, hemos concebido cosas que ésta no había producido espontáneamente y además poseemos la destreza necesaria, gracias a nuestras ágiles manos, para hacerlas realidad y que adquieran existencia propia. Para ello hemos desarrollado habilidades que han dado lugar a la técnica, el modo de quehacer humano que adquiere uno de los rasgos distintivos con respecto al resto de las especies animales, pues aunque éstas puede que lleven a cabo actuaciones (los nidos de los pájaros, las presas de los castores,…) que de alguna forma recuerdan a las que llevamos a cabo los humanos mediante la técnica, estas actuaciones están programadas genéticamente en esas especies, mientras que en nuestro caso son el resultado de la imaginación creativa, gracias a las facultades que nos otorga la mente de la que estamos dotados. De hecho, los artefactos producidos por la técnica son pruebas fehacientes del poder de nuestra inteligencia. Todos los productos de la técnica que se hicieron en el mundo remoto fueron el resultado de una actividad individual, o en pequeños grupos.
Pero al mismo tiempo, por algún extraño designio, esos humanos ancestrales se empeñaron en construir extraños monumentos megalíticos (ahí están los fascinantes dólmenes de Menga, en Antequera), carentes de utilidad inmediata, pero de enorme aparatosidad, para cuya ejecución se requiere una planificación previa y una labor de gran complejidad, que requiere una dirección cualificada para llevarla a cabo. En esta última actividad cabe ver los orígenes de los ingenieros; y con ello se produce la transformación de la simple técnica arcaica en la elaborada Ingeniería de nuestros días.
Utilidad y curiosidad
Las facultades mentales a las que se acaba de alu- dir nos permiten a los humanos extraer utilidad de los fenómenos naturales. Y así, esas facultades se aplicaron de forma prioritaria, desde los orígenes de nuestra especie, a conseguir objetivos netamente utilitarios (primero la supervivencia y más tarde el bienestar). Los primeros artefactos que produjeron los homínidos ya pusieron de manifiesto las facultades intelectuales con las que se desencadenó el portentoso proceso de ampliación del mundo natural mediante los artificios que han formado el artificial.
Pero muy posteriormente a esas primigenias actividades utilitarias, las mismas facultades intelectuales permitieron plantearse y responder a cuestiones relativas a la variedad de fenómenos naturales que se presentan en nuestro entorno. La curiosidad que suscitan esos fenómenos nos lleva a indagar sobre ellos, y así desvelar pautas regulares en su comportamiento. A partir de ello empezamos a almacenar un acervo de conocimiento que trasciende a lo meramente utilitario y que con el tiempo dará lugar a lo que conocemos como ciencia (también a la filosofía y a otras formas especulativas de pensamiento).
Mientras la técnica trata de obtener la utilidad, la ciencia pretende satisfacer la curiosidad
En todo caso, mientras la técnica trata de obtener la utilidad, la ciencia pretende satisfacer la cu riosidad. Las dos ejercen las facultades mentales a las que se acaba de aludir. Entonces, ¿cómo se conjugan dos actividades con raíces y objetivos tan dispares, pero que comparten algunas herramientas conceptuales? Vamos a dar respuesta a esta cuestión.
Ingeniería y ciencia
Como se acaba de recordar, los métodos y las herramientas conceptuales que empleamos los ingenieros suelen ser semejantes a las que usan los científicos. Pero con ellas no pretendemos saber cómo son algunos fenómenos naturales, sino que nos ayudan a concebir cómo deben ser los artefactos que concebimos, de modo que de su comportamiento se desprendan los beneficios que se pretende de ellos. Esto marca la diferencia radical entre ingenieros y científicos.
Así, el ingeniero busca en primera instancia la uti- lidad. Solo como segunda opción puede que entre lo que haga haya alguna aportación a la ciencia. Sin embargo, con el científico ocurre justamente lo contrario: primero trata de saber, de satisfacer la curiosidad; y luego, en segundo lugar, tanto en la motivación como en el tiempo, puede que de ese conocimiento se extraigan aplicaciones prácticas. Se dispone así de una neta cortadura entre unos y otros que penetra los métodos que se emplean en cada uno de los dos dominios. Y así, no se debe identificar los dos quehaceres como si fueran una misma cosa, o postular que las diferencias entre ellos son meramente de grado y que además tienden a converger.
En nuestra época se está produciendo una acalo- rada defensa de la conservación de la diversidad en distintos dominios, como el biológico o el cultural, pero por lo que respecta a la Ingeniería parece promoverse un movimiento de signo contrario: se trata de diluirla en un totum revolutum en un campo indefinido denominado “ciencia y tecnología”. Pero la dilución de la identidad sería nefasta, tanto para la Ingeniería, como para la misma ciencia
Ese pretendido solapamiento amenaza con desdibujar las características distintivas de cada una de ellas, las cuales poseen sus propias especificidades, sus cánones particulares, que conviene mantener autónomos e independientes para que ambas puedan seguir alcanzando los mismos ob- jetivos que las han definido en el pasado y que la propia sociedad demanda de ellas, aunque estén sometidas en cada época a un permanente proce- so de revisión actualizadora.
Es claro que no es lo mismo ser un buen ingeniero que un buen científico; no se exige ni espera lo mismo de los unos que de los otros. Ingenieros y científicos exhiben diferentes aptitudes en su proceder, y están supeditados a distintos criterios de aceptación social. Esto se hace especialmente patente cuando se piensa en la formación de unos y otros, lo que no excluye que alguien formado para lo uno sirva luego para lo otro. En todo caso, por eso subsisten, diferenciadas, Escuelas Técnicas Superiores de Ingenieros y Facultades de Ciencias, y han tenido que existir, con total autonomía e independencia, Academias de Ingeniería y de Ciencias.
Resulta innegable que la ciencia forma parte subs- tancial del sustrato cultural de la época en la que los ingenieros conciben sus ingenios, los cuales ejercen su labor recurriendo a todo el conocimiento disponible, pero teniendo que añadir su inventiva peculiar para imaginar y hacer artificios con el fin de cubrir alguna necesidad de orden práctico. Así, en nuestros días, en los que el conocimiento científico alcanza enormes proporciones, la necesidad de éste se hace cada vez más patente para el ingeniero. Pero nunca debe olvidarse que ese conocimiento nunca es suficiente; siempre es necesario añadir algo más: la imaginativa concepción de algo dotado de utilidad y que previamente no existía. Esto rara vez se desprende del conocimiento teórico.
Por ello, siempre es el ingeniero el que pone la guinda al pastel en todo producto con el que contribuye al mundo artificial. Aunque la Ingeniería de nuestro tiempo esté impregnada de conocimientos científicos, no por ello se diluye la especificidad del modo de actuación propio del ingeniero, y eso es algo que nunca hemos de perder de vista los ingenieros, lo mismo que todo aquello que contribuya a configurar unívocamente nuestra identidad como forjadores del mundo artificial.
Autor: Javier Aracil Santonja, Real Academia de la Ingeniería